No
la beso todavía porque su boca, a pesar de provocar cierto magnetismo, da un
poco de miedo. De tanto lápiz labial uno puede temer que al besarla lo declaren
culpable de cualquier delito de amor. Mientras tanto me cuenta de sus siete
figuras, de las cuales hoy reniega porque se las hizo un ex novio tatuador. Me
muestra su estrellita mal dibujada al costado de la oreja y me habla de las
patitas de oso que le trepan por la ingle. Entre frase y frase me exhibe su
lengua que de tantos piercing (dos) parece un anzuelo capaz de pescar a
cualquier incauto. Despunta otro trago ya que un mamón generoso
no permite que nadie de los presentes tenga su vaso virgen y desgrana su
discurso (creo yo que lo tiene bastante ensayadito) de el por qué también acusa
nueve agujeros quirúrgicos atravesados por un trocito de metal (algunos en plata,
otros quién sabe) en el resto de su cuerpo. Me dice que a ella le gusta el dolor, yo le
hablo de masoquismo pero la rebeldía que defiende su juventud intenta no darme
la razón. Por eso me cuenta del piercing que le atraviesa el pezón y
se regodea de mi gesto de impresión. Cuando le sugiero que me lo muestre ella
se niega, quizás sabiendo que dentro de un par de horas mi lengua iba a ser la
caricia estremecedora que surcaría en torno a él. Es que en su rumba no existe
brújula y va por donde sospeche que pueda descubrir algo que la entusiasme. No
llega a pasar un largo rato cuando me propone cambiarme un buen beso de metales
boyando en mi boca si le compro un paquete de cigarrillos. Si bien mi espíritu
no admite este tipo de sobornos, digamos que la curiosidad me hace sentir que
el precio es bastante bajo. Igual no cedo de inmediato (no es de buen
negociador) ya que los cinco pesos del costo del paquete no es lo que me
incomodaba sino más bien, salir en busca de un kiosco abierto cuando hace
apenas unos minutos ha despuntado el alba. Al final me convence y más por
compañerismo entre seres nocturnos que por el premio deambulamos por esas
calles desconocidas para ambos. Un par de hienas a los que el tanque les
marcaba lleno desde hacía horas nos invitan un trago del pico de una Quilmes. Eran
dos muchachotes que parecían albañiles de la torre Eiffel de los barrios más
marginados de La Matanza
a los cuales mi damita les temía, o por lo menos eso me pareció ya que me tomó
de la mano y trato de atraerme hacía el otro lado. Mi metro ochenta y cuatro y
los ochenta y tres kilos que acuso hacen que me les acerque sin temor y les
pida unos cigarros, los cuales me invitan gentilmente. Dos cuadras más tarde,
ya camino a la casa del mamón llena-vasos encuentro ese premio
que intento que me entusiasme un poco, aunque eso no pasará del todo al menos
en las siguientes horas. Una vez en el comedor de la casa nos encontramos con
otra botella de agua, malta, levadura y lúpulo fermentado recién abierta y al
dueño de la casa desmayado en una cama ¿Será que habremos atravesado ya cierto
límite? (hace unas cuantas horas éramos dos vulgares desconocidos), pues me
cuenta de sus fantasías. Asegura no ser bisexual pero se aventuraría sin
tapujos a compartir una cama con otra señorita y hacer y dejar hacerse lo que
realizaría con cualquier hombre. Una cosa lleva a la otra. Una sola cama en una
habitación donde también dormían otras personas a ronquido limpio nos invita a
intentar un sueño cuando las nueve de la mañana comienzan a imputarnos. “No
quisiera sacarme los pantalones porque no me afeité, no pensé que íbamos a
terminar así” me dice al
oído mientras nos tapamos hasta la cabeza. De cuando en cuando se me pianta un
poquito un diablo capaz de encender cualquier fogata y mi niño explorador
descubrió durante toda esa mañana aquellos lugares de su cuerpo no tan
inocentes pero no por eso menos deseables.