martes, 23 de junio de 2009

XIV

Trataba de dormirme y no podía. Mi cuerpo estaba pesadamente agotado, pero mis ojos se negaban a cerrarse y descansar en paz. Era como una especie de maldición. Un presagio mal parido. Como si dentro mío hubiera demasiada carga crispando mis nervios. Me senté en el colchón. Permanecí unos segundos así sin saber que hacer. Me volví a acostar. Puse mi mente en blanco. Un par de pies gigantes bailaban un malambo sobre mi cráneo. Giré a un lado y a otro. Insomnio: Una sanguijuela o algo así circulaba dentro mio. La podía sentir. Mi piel se elevaba por donde pasaba. Un cosquilleo doloroso me indicaba que algo no anda bien. La sanguijuela estaba en mi pecho justo sobre mi corazón. Percibía como se movía tan asquerosamente y yo sin un deseo digno de una persona…
¡Que gris sentía todo! ¡Que gris! La sanguijuela trepaba por mi cuello hacia mi rostro “¿no se irá a salir por la nariz?, ¿o por la oreja?” me preguntaba.
Insomnio. Intentaba dormir en una cama cuyo colchón padecía, como si estuviera hecho de clavos en punta que van presionando mi cuerpo tan filosamente como para espantar al sueño. Encima veía al sol colgado cual cuadro surrealista en la parte de la casa donde el techo estaba caído. Mi mirada pesaba. Traté de aniquilar mis pensamientos leyendo un libro. La sanguijuela se reía en voz baja dentro mio y yo la puteaba. Dejé el libro porque no me enganchaba. El reloj se ha clavado caprichosamente en una hora que querían olvidar. Mis párpados seguían negándose a cerrarse como si fueran imanes de un mismo polo. Insomnio, ese maldito enemigo que me ha perturbado tantas veces, nuevamente ganaba otra batalla. Con esa pesadumbre que roe los huesos al estar completamente agotado y no poder abandonar el desvelo, me dirigí hacia la calle. Caminé sin rumbo. A dos cuadras una gitana intentó retenerme para leerme el futuro. Inhalé el repugnante hedor a orín que se desprendía de su ropa y traté de evitarla. Ella tomó mis manos. Forcejeamos un instante. La futuróloga trató de convencerme para sacarme algún billete. Sus ásperos dedos me acariciaban la palma. Mas, la fuerza se encontraba ausente en mí. Me sugirió que su hija (una doncellita de unos 17 años que estaba sentada frente a la puerta de su casa), me brindaría sus favores a cambio de algún dinero. Yo sonreí y reparé sobre la gitanita que me miraba con el rabillo del ojo, con una inocencia que me recordó a Blancanieves. La madraza quiso persuadirme, pero yo sabía que debajo de esa pollera había una letrina que guardaba ratas despilfarrando infecciones morbosas. Las sábanas a las que me invitaba estaban bañadas por ríos de semen y lágrimas asqueadas, donde las bestias mimosas enfermaban sus hormonas. Por ese cuerpo que olvida la belleza (toda la carnada estaba en qué tan sensuales pueden resultar un par de breteles a la vista), han batallado ejércitos de leguas ásperas hasta el suicidio. Pude ver en las palabras de la vieja, la imagen del pasado agazapada en mentiras. A hijos de Sodoma, héroes lascivos con complejos pervertidos que alzaron sus banderas en terribles ceremonias. Me negué a tanta camaradería. Escapé de sus garras y continué mi andar errante.
El día se clavó en mi cuerpo a modo de un inmenso cuchillo que me rajó, como alguien que aspira a todo sin medir a quien va a dañar. Mi estomago crujía reclamando algún alimento. Mi saliva pesaba tanto que me costaba levantar la lengua. Los bolsillos vacíos. El Mendocino que me sorprendió de atrás con un cartón de vino por la mitad, me invitó un trago que yo rechacé. Nos sentamos sobre el pasto de una plazoleta. Él balbuceó historias que seguramente ha vivido en otra vida. Yo silenciosamente fingí creerle ¡Que atormentado estaba! Aturdido por el tránsito que comenzaba a hacerse mas nutrido intenté sumergirme entre la marea que renuncia a la vigilia. Creo que lo logré.

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