sábado, 7 de agosto de 2010

Sangre

Remontémonos a los momentos en que Amor y Sexo formaban una sola palabra. A esos tiempos, en los cuales sufríamos de una adicción mutua tal que llegábamos a hacer cosas inenarrables por estar juntos. Nos sentíamos cada uno, parte de un universo perfecto. Sucedía que podíamos encontrar en los ojos del otro las respuestas a las preguntas que no se hacen con palabras. Nuestros cuerpos se necesitaban de la misma forma en que un motor necesita de combustible para funcionar. Pero por aquel entonces, hubo ciertos hechos motivados indudablemente por una suerte de crisis de abstinencia, que empañan los bonitos recuerdos de esa época. Pasó que por diversas razones ninguno de los dos tuvo noticias del otro durante tres días consecutivos. Debieran haberla visto como la vi yo al cuarto día, para comprender a lo que me refería al hablar de adicción. Estaba sentada frente a su jodido espejo, descubierto todo su cuerpo de ropaje alguno y con una jeringa, con la cual succionaba la sangre de su brazo y la depositaba dentro de una taza. Pálida como una hoja de invierno, su angustia se concentro en su semblante cuando percibió mi presencia. Me había jurado que si alguna vez yo la abandonase físicamente, la única forma de poder extirpar el amor que sentía por mi sería vaciando por completo sus venas. La observe sorprendido desde la puerta de la habitación. Parecía haber sufrido mucho (¡Y sólo habían sido tres días!). Permanecí inmóvil durante algunos interminables segundos. Ella tomó la taza en la que depositaba su sangre con suavidad y me la arrojó encima un instante ante de desvanecerse.

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